Relato concurso "El tintero de oro" - Santidepaul
EUGENIA
Sale el sol, y Eugenia se levanta. Así, sin entusiasmo, como ha sido siempre.
En invierno para ir al campo a trabajar, para hacer la colada en el río, para dar de comer a las gallinas y al cerdo también, que este año apenas engorda.
En verano para cuidar la casa. No la suya propia, que ya está bien cuidada, sino para esa casa de los señores, que vienen al campo para descansar. Es curioso esto que hacen los forasteros con su verano, ya quisiera ella hacer algo igual, pero si bien tiene ganas, le falta dinero. Un verano cualquiera en ese pueblo de Avila de aquel año de 1959. Sonaba la canción “Luna de miel” de Gloria Lasso.
Poco dinero con el que poder contar, pocas pesetas ganadas en estos años 50s y todo el día en danza.
Esas fregonas pasadas con el calor del mediodía cuando los señores y sus hijos están en la piscina; esa cocina donde el calor aprieta y que se mitiga la sed con sorbos del botijo. Por cierto: qué caprichosos son los 2 hijos mayores de la familia. Unos maleducados que ni le saludan. Y encima, lo que no les perdona, es que no les gustan las albóndigas. ¡Serán memos! Como si una albóndiga de Eugenia pudiera despreciarse.
Pero si estos dos son idiotas, la más pequeña de la familia, con cinco años, sí que merece la pena. Tal vez la única razón por la que está a gusto sirviendo en la casa de los niños maleducados. Se llama Lucía.
No contenta con tenerla en casa, mientras trabaja de sol a sol, algunas veces, al finalizar la jornada, se la lleva por la tarde con ella, con permiso de la histérica de la madre, que mientras tanto se va a jugar a las cartas con las amigas. Y ya en el pueblo enseña a Lucía las gallinas, y le ponen nombres a todas ellas, y van a visitar al cerdo, al señor Martín como dice ella, y después la cuela por los recovecos del pueblo asistiendo a las tertulias, chocolates con churros y demás saraos. Para Eugenia, es la hija que nunca tuvo y lo demuestra a rabiar. Por ella merece la pena ponerse todos los días el delantal e incluso la cofia. Qué cruz lo de la cofia, pero está incluida en el sueldo.
Eugenia a Lucía le enseñó de todo un poco: la diferencia entre un castaño y un roble. También, en el río, lo que era un tritón, y por supuesto cuando se pueden comer los higos. Juntas anduvieron por sendas y veredas y todos los veranos, al finalizar, elaboraban mermelada de moras.
Llegó entonces el final del verano y pasaron los años… arrancó 1970. Todos los celebraron. Unos en el pueblo y otros en Madrid. El hombre había llegado a la luna y debieron traerse a unos cuantos de allí, porque en la tierra proliferaban los lunáticos, como los hermanitos de Lucía, los dos. Tal para cual.
Aquel fin de año brindaron todos por el año de 1970. Bueno, lo celebraron casi todos, porque al Señor Martín, el cerdo, lo habían convertido hacía una década en ricos jamones y chorizos. Nunca se lo diría Eugenia a Lucía. En ese verano sonaba la canción “Gwendolyne” de Julio Iglesias, pero en aquella casa, la casa de los maleducados, no sonaba ninguna música ni gaita, pues el silencio se había apoderado de los rincones y en el porche reinaba la tristeza. ¿Qué sucedía?
Lucía languidecía. A sus 15 años.
Mira que el amor puede hacer daño, pero a Lucía la maltrataba todavía más. Le asfixiaba. No sé si existe lo de morirse de amor, pero ella se moría lentamente. Literalmente. Así fue como llegó al pueblo la niña a finales de junio.
No quedaba nada de la Lucía que conoció Eugenia y que año tras año se había convertido en un proyecto de mujer. Era un trapo que deambulaba por la casa, con la depresión por montera y la tristeza de cabecera. Daba lástima a todo el mundo.
Los mejores psiquiatras la habían tratado, las mejores medicinas probó, pero no salía de su mutismo, y es que aquel joven apuesto con el que salía, de nombre Alvarito, la abandonó y curiosamente por una de sus mejores amigas. Tener amigas para esto, pensó Eugenia. Mientras tanto la madre no paraba de jugar a los naipes. Era ya todo una experta.
Eugenia no es sabia, pero sabe mucho de la vida y le faltó tiempo para dedicarse a Lucía, su Lucía, mientras tanto la niña se dejaba hacer. Estaba ansiosa de cariño.
Fueron entonces a pescar cangrejos al río, y muchos cayeron; Le enseñó a hacer gazpacho, paellas y ese bacalao tan sabroso que a ella le encantaba; se la llevó de nuevo por el pueblo a comer aquel chocolate tan rico y un día, posiblemente fue al cabo de dos semanas, cuando ella mejoraba, la miró y simplemente le dijo:
Ahora escucha Lucía: “agua pasada no mueve molino”. Venga, a vivir que son dos días.
Y Lucía sanó. Llamó a Alvarito y a su amiga y fue muy breve: les dijo algo estupendo: “que os den morcillas”
Todo esto recuerdan entre risas Eugenia y Lucía cuando esta le va a visitar con su marido todas las semanas a la residencia de ancianos, donde afortunadamente Eugenia ya no tiene que limpiar.
Es curioso...este relato lo critican 20 lectores y bien o muy bien; tiene 7 calificaciones de 5 estrellas y...ni siquiera quedó entre los 10 mejores relatos del concurso al que se presentaba. Para que te fíes de los concursos!!!. Bueno, seguiré escribiendo. Gracias lectores por vuestro apoyo. Santidepaul
Hola, Santidepaúl, una historia de época y entrañable. Cuando a las cosas se las llama por su nombre, en los pueblos no hacen falta psicólogos como en las ciudades. El vínculo de los dos personajes principales es algo que has dejado bien cerrado en el final de la historia, el ser agradecido es más noble que cualquier título o riqueza.
(JM Vanjav)
Saludos y suerte.
Hola,Santi. Una historia deliciosa. Muy buena.
Un abrazo
Una tierna historia la que relatas, Santi. Me ha gustado mucho.
Mucha suerte en el concurso.
Un abrazo.
Estrella Pisa- blog La fada blanca i la porta transparent.
Un relato muy tierno con esa relación entre Eugenia ejerciendo de madre y Lucia que atenta a todo lo que le enseñaba era feliz.
Bonita historia bien contada
Un abrazo Santi
Puri