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El CLIENTE SIEMPRE TIENE RAZÓN



— ¿Esta salsa del solomillo no llevará pimiento,verdad? Porque a mí el pimiento…


La miré con educación, pero con desprecio a la vez. Difícil mezcla, lograda tras mis 30 años de experiencia como Paco Romero, el ejemplar camarero. Con propinas escasas, muchas horas de trabajo y ese aguantar a la clientela que no está escrito.  Un pie en la jubilación, deseándola, pero el otro pie seguía trabajando en el restaurante “el Paraiso” al que nosotros, el servicio, llamábamos “el suplicio”. El comedor lo presidía un horrendo bodegón de frutas, botellas y jarras Aquello era un trabajo con el que sobrevivir, y ahora estos clientes. Contesté sin ganas.


— Nada de pimiento. Ajito, lo justo, y por supuesto un poquito de perejil.


— ¡Qué bueno!: perejil, como Arguiñano— respondió ella.


Y a continuación me explicó con todo lujo de detalles que sus croquetas eran incluso mejores que las del cocinero vasco, y que su bechamel se podía comer cruda, a bocados. Y yo, impasible, seguía soportando de pie ante aquella mesa, intentando que pidieran la comanda. Qué horror. 


El reloj sí marcaba las horas, en concreto las 11 de la noche. La cocina estaba a punto de cerrar y habían entrado aquellos 5 clientes a última hora. Resignación.


Del grupo, dos miraban el móvil, otros dos se besaban y la idiota de las croquetas hablaba sin parar de su receta. Me hubiera gustado meterle la batidora de su bechamel por un ojo, pero eso no se podía hacer a un cliente. Y ella, mientras, robando tantos minutos a un camarero, era algo inconcebible. Encima, para colmo de males, el Atleti había perdido con el Osasuna esa misma tarde. Por lo demás…todo bien.


Ellos estaban a su bola, sin decidirse todavía a pedir de la carta. Alternaban sus gilipoyeces: tan pronto me hacían una pregunta sin sentido, como no me hacían ni el más mínimo caso. Como si no existiera, como si mi obligación fuese estar de pie allí, mirándoles. Comenzaron a discutir sobre la elección de la comanda. Al menos, habían arrancado.


Unos abogaban por entrantes y un plato, otros por dos platos del menú y un tercero, que debía de ser “el rarito”,sólo por tapitas. Bronca monumental, desproporcionada, terrible. Los tortolitos dejaron de besarse . Y allí nadie preguntaba qué recomendaba un camarero que llevaba sirviendo la friolera de 30 años.


Soy de los que piensa que solicitar al camarero una recomendación de la carta es necesario. Como coger un guía cuando se visita un museo. Pero ellos seguían discutiendo, y yo más que harto de pie, delante de ellos. Todo tiene un límite. Hice un intento de dejarles por un rato y la croquetera mayor del reino me espetó:


— ¿Se va a ir ahora? Tenemos prisa.


Prisa, prisa…Estuve a punto de saltar, pero no quería problemas. Me quedé contemplando el cuadro del bodegón como traspuesto. Volví con desgana a la mesa, a escuchar de nuevo su discusión. Y seguía de pie. Llevaba muchas horas trabajando. No hay derecho.


Por fin se decidieron. Ganó el sector “entrantes y un plato”. Y durante el servicio volvieron a recriminarme que llevaban prisa y yo, en aquellos momentos, sólo tenía ganas de dejar aquella mesa, aquel restaurante, aquella situación. El Cholo Simeone no debió hacer aquel cambio…


Me acordaba y envidiaba a mi primo Carlos, que hizo la carrera de ingeniero de minas y estaba todo el día bajo tierra sin ver esperpentos de este calibre La de cosas que tiene que aguantar un camarero. Tras varios incidentes, reproches e incluso llamadas a gritos, llegó la cuenta.


— ¿Es que no van a poner chupitos? — inquirió uno de ellos.


No lo debí hacer, pero me dirigí al bodegón, cogí con ambas manos el inmenso cuadro, me dirigí al de los chupitos y se lo estampé en la cabeza rompiendo tan preciosa pintura con estas bellas palabras, por cierto no muy gastronómicas


— ¡Toma chupito!


Ellos me insultaron, quisieron pegarme, pero mis compañeros salieron en defensa mía. Más que nada porque se alegraban de haber destrozado aquel horrible bodegón. No sé, si no hubiera perdido el Atleti, tal vez seguiría trabajando en aquel restaurante, pero aquella tarde perdió y Paco Romero, el ejemplar camarero, optó por la jubilación anticipada porque el dueño me dijo enfadado algo que no llegué a entender muy bien: “el cliente siempre tiene razón”.


No, aquellos cinco no volvieron jamás al restaurante.


Moraleja: trata bien a los camareros y en cualquier caso comprueba si por las paredes del restaurante al que vayas cuelga algún bodegón.


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